Por Carlos Martínez Fernández
Una tarde de primavera, caminando sin destino, me topé por primera vez con el Bar La Ibérica. Allí sobre la calle San Ramón está la ventana del boliche, la escena que se traslucía por ella me dio tanta impresión que nunca más dejé de mirarla.
Sentados en torno a una mesa que da a esa ventana, varios parroquianos jugaban a lo que luego descubrí, era un partido de truco, un partido muy particular.
Durante más de diez años pasé a diario por esa ventana, seguía lo que para mí era el mismo partido, con los mismos parroquianos.
Un día me ganó la curiosidad y después de pensarlo seriamente, muchas veces, entré al bar. Hay que reconocerlo, no entré muy convencido, a raíz de lo surrealista de la situación.
Cuando encaré para adentro del bar, y me arrimé al mostrador, nadie me dio pelota. Detrás del mostrador reinaba el dueño del boliche. Vestía una camisa blanca vieja pero limpia, cerrada por los últimos botones, a manera de chaleco, dejando a la vista la camiseta blanca como prenda principal, ajustando su enorme panza.
-Buenas tardes, saludé.
Como escueta respuesta el bolichero dijo:
– ¿Qué se va a servir?
-Una grapa, respondí.
Mecánicamente me preguntó
-¿Agua o soda?
– Agua por favor.
El boliche era como todo boliche de Montevideo. Gardel sonreía en un cuadro firmado por Silva, de gacho ladeado, como en reclame de Colgate, había una foto de la tercera de Bella Vista de 1946, donde figuraba el sobrino del bolichero en la punta derecha, otra de 1932, con el cuadro capicúa de los hermanos Valverde; Ramón de arquero y Juancito de puntero izquierdo.
Lo que más me llamó la atención fueron los grandes frascos de vidrio colocados en una estantería en la pared de atrás del mostrador, arriba de un gran espejo mugriento ajado por años. En dichos frascos se elaboraba la especialidad de la casa: caña con pitanga, con coquito, o con canela.
Pedí otra grappa y comencé de reojo a mirar el partido, que a mí me parecía que era siempre el mismo, interminable. Siempre los mismos jugadores, siempre las mismas caras, siempre los mismos gestos, siempre los mismos dichos, siempre lo mismo.
Luego descubrí que ese partido había comenzado allá por 1959, año de las inundaciones, los jugadores eran siempre los mismos, no cabía duda, nadie podía ganar porque el bueno no definía. El tema es simpe; no existe una explicación razonable, unos ganan y otros pierden, como en la vida, nadie queda conforme. Al otro día, ganara quien ganara, se daban revancha. La vida da revancha.
El bolichero, no se metía en el partido, y no abría opinión, el servía y el boliche le servía.
Durante los muchos años en que pasé por allí, el boliche estaba igual que siempre. Siempre estaban los mismos jugadores, siempre los mismos dichos, siempre las mismas caras, siempre en la misma ventana, siempre lo mismo.
Para mí el truco no significaba nada, sólo me llamó la atención observar un partido interminable, en donde el reloj del tiempo, parecía estar parado, siempre en la misma hora.
Un buen día cambié de trabajo, y dejé de pasar por allí unos años, hasta que una tarde volví a pasar por la ventana; la misma ventana del mismo boliche.
Cuando entré y pedí una grappa, me la sirvió el mismo bolichero, observé de reojo el mismo partido de truco jugado por los mismos jugadores, las mismas caras, los mismos gestos, los mismos dichos, los mismos frascos, las mismas fotos.
Entonces fue que de repente, y al mirarme en el espejo mugriento debajo de los frascos de caña, me di cuenta que yo no era el mismo, el boliche no era el mismo, el juego no era el mismo…nada era igual.